¡¡Feliz cumpleaños, Alexia!!

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Hoy es un día muy especial. Hace algunos años nació nuestra queridísima Alexia, y por tanto hoy en el desierto estamos de celebración. Y como buen cumpleaños, no sería lo mismo sin un regalito para la celebrante. Y aquí lo tenéis, un pequeño relato que espero que le guste mucho. 

¡Y más os vale felicitarla todos!
El baile

—Niñas, niñas, dejad de armar tanto escándalo. Ya sé que no podéis salir a jugar, pero en casa debemos comportarnos siempre con el debido decoro —dijo una señora de unos treinta y algunos años. Si no soy más claro en su edad es debido a la clásica educación que impide preguntar, y mucho menos decir, la edad de cualquier mujer. Al fin y al cabo, nadie quiere ser maleducado, ¿verdad?

En ella aún podía apreciarse una belleza especial. De esas que hacen que su entrada en cualquier sala fuera un acontecimiento. Especialmente si había gente con el cuello débil. Muchos quiroprácticos debían agradecerle buena parte de su clientela. Su cabello rubio seguía refulgiendo, a pesar de empezar a encanecer en algunos lugares, si bien su marido decía que sus canas solo resaltaban su brillo natural. Probablemente fuera solo amor, pero algo de razón sí tenía el buen hombre. Su rostro, cuya mueca divertida desmentía la regañina previa, cumplía la mayoría de los cánones de belleza de cualquier época. Sus brazos, delgados y de un color marmóreo, bien podrían indicar una falta de salud, pero su suavidad y la energía con la que los movía haciendo aspavientos desmentían esa primera impresión.

Las niñas a las que se lo estaba diciendo no podían sino ser reconocidas como hijas suyas. De cabellos castaños ambas, si bien los de la mayor resultaban más claros que los de la pequeña, resultaban una visión única, pues estaban jugando al pilla-pilla dentro de la mansión en la que vivían. Se movían con la vivacidad de la juventud y sus risas resonaban en el alto techo de la sala de baile que habían escogido como lugar para sus infantiles juegos. Pronto dicha sala de baile estaría a rebosar con la flor y nata de la sociedad, pero no nos adelantemos, pues todavía faltaban al menos tres o cuatro horas para tan importante acontecimiento.
Las niñas volvieron su rostro hacia su madre, la pequeña con una sonrisa pilla, la mayor sonrojada de vergüenza. En unos segundos compusieron sus vestidos y se acercaron a su madre, para ver qué planes tenía para ellas en esa lluviosa tarde otoñal. Tenían que preparar los vestidos que iban a llevar, tenían que ser imponentes, si bien los de la pequeña debían refulgir de un modo especial, pues se trataba de su puesta de largo. La mujer había tenido que hablar muy rápido y con argumentos muy convincentes para que su marido, un joven aristócrata, aceptara la idea del baile. Al fin y al cabo, como bien decía ella, acababan de llegar al vecindario, qué menos que dar una fiesta para ser conocidos allí por su calidad y su buen hacer.

Una sonrisa se dibujó en el rostro de la madre cuando ambas empezaron con su retahíla de preguntas, «¿Qué nos vamos a poner?» era su pregunta favorita, pero ella ya había pensado sobre los vestidos durante días antes de encontrar una forma de que su hijita fuera el centro de atención de la fiesta sin eclipsar a la mayor hasta el punto de eliminar sus posibilidades de encontrar pretendientes. Mientras el vestido de la pequeña no podía resaltar sus rasgos más femeninos, pues aún no los había desarrollado del todo, el de la mayor haría que su femineidad no pudiera ser puesta en entredicho. Ambas irían con el color de la familia como emblema, y solo la mayor llevaría unos pendientes a juego. Había costado mucho encontrar un par de turquesas que casaran perfectamente con el color de los vestidos, parecido al del mar en calma, pero esa misma mañana un misterioso joyero había llamado a la puerta de su hogar con el par perfecto. Casi le había dado pena dejárselos a su hija en vez de guardárselos para sí, pero sabía que eran la combinación perfecta.

Pronto, las chicas, con sus sirvientas, estuvieron en sus respectivos cuartos, acicalándose para la gran ocasión. La pequeña estaba que no cabía en sí de la emoción. No había noche más especial que la puesta de largo para una chica de su edad. Su sirvienta, una chica apenas unos años mayor, la miraba con envidia mientras se probaba el vestido que su madre había seleccionado para ella. De corte ajustado, con mangas completas y unos guantes a juego, se trataba de un vestido largo que insinuaba más de lo que decía. Si tuviéramos que hacer una metáfora, diríamos que se trataba de un vestido mudo con una capacidad expresiva asombrosa. Nadie podía dudar que su color resaltaba tanto su cabello como el color de sus ojos. Una floritura muy adecuada engalanaba el cuello barco del vestido, permitiéndole el lujo de mostrar sus hombros, tan blancos que prácticamente refulgían a la luz de las lámparas. Su frente estaba perlada de sudor, en parte por la excitación, en parte por el calor que la estufa desprendía en la habitación.

Por otro lado, en la habitación contigua, se vivía una situación muy distinta. La mayor había descubierto el vestido con la cajita de los pendientes y lo contemplaba todo extasiada. Su sirvienta, una señorona mayor, la instó a ponerse el vestido cuanto antes y a quitarse los pendientes, dos perlitas, que llevaba para cambiarlos por el regalo de su madre. Una vez acabada toda la transformación, se miró en el espejo y no pudo sino sonrojarse ante el efecto tan hermoso y brillante que surgía de la combinación del vestido, más atrevido de lo que nunca se hubiera puesto ella misma, con el recogido que le habían hecho en el cabello para dejar al descubierto sus pendientes. Su madre se había encargado de que toda la joyería que utilizara en esa noche fuera deslumbrante.

Al fin, empezaron a llegar los invitados, sus padres les recibían como buenos anfitriones y les indicaban el camino hacia la sala de baile, ya engalanada de tal manera que no parecía siquiera que perteneciese al mismo universo que la sala en la que habían estado jugando aquella mañana. Cuando Clarice bajó, oh, claro, se me olvidaba presentaros a las protagonistas de esta pequeña historia. Por un lado está Clarice, la mayor, una chica bastante prudente, pero siempre deslumbrante, tanto con su ingenio como con su figura. Su hermana pequeña, Helen, compensaba su menor ingenio, del que no andaba escasa tampoco, con un genio vivo, y con una energía que había agotado a más de una institutriz. Ahora que ya os las he presentado, sigamos con la historia.

Su madre había ordenado que la primera en entrar en el salón de baile fuera Clarice, ya que la entrada de Helen tenía que ser triunfal, acaparando por completo la atención del salón. Ella sabía que tendría que dejar unos minutos para que el rumor por el atrevido vestido de su hija mayor se dispersara. La escena fue impresionante, la bajada por las escaleras hizo que los pendientes brillaran con la luz que proyectaban las distintas lámparas de gas, enviando reflejos verdes por toda la habitación. Todos y cada uno de los hombres, más bien debería decir jovenzuelos, que habían acudido al baile, se quedaron observando su aparición. A pesar del nerviosismo que dominó sus sentidos durante esos tres minutos que empleó en bajar las escaleras, aunque a ella le pareció que se eternizaban en exceso, consiguió no tropezar en ninguno de los escalones, ni siquiera en el flojo que había al final de las mismas. Clarice sonreía igualmente a todos los que la esperaban, si bien no se asombró cuando atisbó más de una mueca celosa entre las asistentes. Un joven apuesto, que había tenido la inmensa fortuna de haber estado situado cerca de las escaleras en el momento en que ella apareció, tuvo el placer de gozar de su primer baile de aquella noche. Si bien es cierto que el cerebro de dicho joven parecía haberse ido de viaje, y su conversación se reducía a la caza, ya fuera de animales, o de mujeres, sí, aunque no os lo podáis creer tuvo la desfachatez de fanfarronear de sus afamadas conquistas ante la que él sentía iba a ser la siguiente. Probablemente el Papa podría beatificarle por tal demostración de fe. Clarice, por otro lado, estuvo tentada de cruzarle la cara de una manera muy poco femenina en más de una ocasión. Se controló, deseando con fuerza que alguien fuera a rescatarla.

Mientras tanto, en su habitación, Helen estaba completamente desquiciada por los nervios. Escuchaba la música que se filtraba desde el salón hasta la habitación que sus padres habían escogido para que descansara y se tranquilizara antes de su gran momento. Solo tenía que salir diez minutos después del primer silencio musical, que había sido el momento elegido para la puesta en escena que hemos presenciado anteriormente. Cuando ella apareciera en lo alto de la escalera, ya prácticamente sería noche cerrada, y los sirvientes tenían órdenes de apagar todos y cada uno de los faroles que pendían de las paredes, sumiendo la habitación en la oscuridad más absoluta. Luego, conforme ella avanzara, irían encendiéndose a pares. Cada paso suyo representaría un paso hacia la madurez, y la iluminación que viene con ella. Helen consideraba que se trataba de una magnífica actuación, pero no le importaba demasiado el simbolismo. Lo verdaderamente importante es que ella iba a ser el centro absoluto de atención.

Clarice disfrutó de sus diez minutos, pasando de baile en baile, en algunos casos disfrutando de la conversación, cuando tenía la fortuna de que el joven con el que bailase tuviese entre sus orejas algo aparte de aire, y en otras simplemente disfrutando del movimiento y de la música. Cuando vio que los sirvientes se colocaban en sus puestos estratégicamente situados a lo largo y ancho del salón, se despidió cortésmente del joven con el que bailaba, prometiéndole que le buscaría para el siguiente baile en el que tuviera energías para participar. Cumplió la orden que le había dado su madre y salió en ese momento al jardín, donde alguna que otra pareja ya había dirigido sus pasos, pues la luna llena que brillaba sobre ellos, y la ligera humedad del ambiente invitaban a buscar lugares donde compartir confidencias. Allí, en el balcón que daba al pequeño pero laberíntico jardín le aguardaba una sorpresa única.

En el mismo momento en que Clarice traspuso el umbral del jardín, todas las luces dentro se extinguieron sin aviso. En lo alto, a oscuras, Helen se afanaba en alcanzar el punto que habían ensayado como inicio de su descenso triunfal. Con cuidado para no tropezarse con la larga falda del vestido, daba ligeros pasitos hasta que, una vez situada, hizo un ligero gesto con la cabeza que no pasó desapercibido para el sirviente que tenía que encender el primero de los faroles. Una luz deslumbró pronto a los asistentes al baile. Todos se giraron a una para ver una estampa egregia, magnífica, inmesurablemente hermosa. Helen compuso su rostro en lo que ella esperaba fuera un gesto de magnanimidad. Fue bastante convincente, muchos de los jóvenes reunidos allí se preguntaron «¿Cómo he podido ser tan afortunado como para ser testigo no de una, sino de dos diosas paseando entre los mortales?» Hay que tener en cuenta que, sin desmerecer en ningún momento la hermosura de nuestras protagonistas, probablemente muchos de ellos ni siquiera esperasen ser invitados a una fiesta de tan alta alcurnia.

Helen avanzó paso a paso, según habían ensayado. Incluso se apoyó ligeramente en el escalón flojo, que emitió un ligerísimo quejido ante el peso que recaía sobre él. Rápidamente pasó al siguiente para que nadie se percatara de tan grosero sonido. Su padre tendría que arreglar pronto ese maldito escalón. No podía permitirse quedar en ridículo por algo tan absurdo. Con ligereza, apoyó su brazo sobre el de su padre, cuyo rostro reflejaba claramente tanto el orgullo que sentía por la belleza de su hija, como la amenaza implícita que pendía sobre aquel que se atreviera a dañarla. Lentamente, bailaron el vals que la tradición mandaba y pronto varios pretendientes se acercaron a ella, con la clara intención de mantenerla en la pista de baile toda la noche, y conseguir la posibilidad de volver a verla en alguna otra ocasión más favorable para emplear sus técnicas de conquista.

En el jardín mientras tanto, un joven misterioso observaba sin disimulo a Clarice. Sus ojos, de un color dorado, se perdían en las curvas que el vestido marcaba sobre ella. Una y otra vez volvían a los pendientes. Habían capturado su imaginación sin remedio alguno, casi tanto como la sonrisa que se marcaba en su rostro, mientras la ligera brisa agitaba sus rizos y le acariciaba sus labios. Se acercó silenciosamente, con temor a que, cual gacela asustada ante su depredador natural, huyese al menor ruido. Cuando alcanzó una distancia de conversación íntima, carraspeó ligeramente. Clarice se giró, asombrada de que alguien hubiera sido lo suficientemente cuidadoso como para acercarse a ella tanto. Uno de sus rizos se había soltado y bailaba, libre, acariciando su mejilla. La luna llena enmarcaba su cabello, como la aureola de una santa. Su luz, se reflejaba en los pendientes, dando un matiz marino que aquel pueblo montañoso hacía eras que no veía ni sentía. El joven se quedó completamente sin habla. En su cerebro había imaginado cientos de formas en que comenzar una charla con ella. No esperaba que su belleza le dejase sin habla. La verdad es que, si los allí presentes hubieran hecho una apuesta acerca de la cantidad de palabras que ese joven podría dirigir a Clarice, tanto su madre como Helen hubiesen acertado. Ambas consideraban imposible que ningún joven se acercara a ella si no ponía algo más de su parte.

En el salón de baile, un nuevo visitante había entrado. Su postura, que demostraba su seguridad en sí mismo, y el hecho de llegar acompañado de varios guardas no pudo sino atraer las miradas de todos. Excepto los de Helen y su acompañante de ese momento. El rostro de la chica se curvó en una mueca de fastidio, ya no era ella el centro de atención. Sin embargo, pronto se fijó en que el recién llegado llevaba las galas reales, una capa de armiño poco preparada para el tiempo que hacía, un traje oscuro, como si estuviera de duelo, en el que relucía un emblema real a la altura del corazón. Debía ser el príncipe, y el duelo se debía a la muerte de su madre, la Reina. Entonces se dio cuenta del honor que le había hecho y se sonrojó cálidamente, mientras una sonrisa curvaba sus labios. En ese momento decidió acercarse a darle la bienvenida a su puesta de largo. Tendría el príncipe en esos momentos unos dieciséis inviernos, y se acercaba el momento en que se convertiría en el príncipe heredero también de título. Apenas le sacaba un año a Helen y sin embargo se le veía muy serio, su mirada traspasaba a todos los que le rodeaban como si buscara una vía de escapar de allí y volver a ocupaciones más importantes. Se sentó a una de las mesas, alrededor de la cual un par de sus guardias se pusieron firmes.

En el jardín, Clarice observaba asombrada cómo el chico misterioso por fin conseguía encontrar palabras y hacía un comentario acerca de lo hermosas que estaban las estrellas esa noche. Luego, en un alarde de originalidad, no se le ocurrió otra cosa que compararlas con sus ojos, «luceros» como él los llamó. La risa de Clarice llenó el aire entre los dos, era tan predecible, probablemente ahora le ofrecería su chaqueta para protegerla del frío nocturno. El rostro del chico mostró el dolor que su risa le había causado, y ella no pudo por menos que encontrarlo atractivo. Con una sonrisa en la que todavía aleteaba la carcajada previa, le hizo un gesto para que se acercara y la acompañara. Entonces le dijo lo que estaba haciendo. Cuando pasaba tiempo con todos esos chicos que no paraban de intentar conquistarla con sus hazañas y sus comentarios ingeniosos acerca de sí mismos, acababa hastiada y sentía la necesidad de gritar. Para eso se estaba preparando cuando él la había descubierto. Le preguntó amablemente si quería acompañarla en tan sublime acción. Él no pudo por menos que sonreír; cuán distinta era a las demás. Ambos se agarraron a la balaustrada del jardín y gritaron con todas sus fuerzas. Un par de gritos de protesta de las parejas a las que habían incordiado se oyeron en respuesta, Clarice se giró, apoyándose en una columna que sobresalía, y empezó a reírse sin poder evitarlo. El chico no pudo por menos que sonreír en respuesta, y maravillarse de cómo la risa llenaba el rostro de Clarice de luz y alegría, de juventud y belleza. Se acercó lentamente, hasta estar prácticamente rozándola, bajó la cabeza y se quedó mirándola a los ojos directamente. El tiempo se congeló, la risa de Clarice hacía que sus ojos brillaran con luz propia en la oscura noche. Lentamente fue descendiendo su rostro, Clarice se fijó en la apostura de su rostro, apenas insinuado entre las sombras. Sus brazos rodearon su cintura, mientras los de ella se alzaban y rodeaban su cuello, la fuerza de los brazos del chico asombró a Clarice momentáneamente. El resto del mundo dejó de existir en el siguiente segundo, cuando sus labios se encontraron. Le había encontrado. No cabía duda, solo un dios podía besar de esa manera.

En el baile, Helen se acercó su mesa. Con una alegría completa observó como el príncipe hacía un gesto a los guardias para que la permitieran acercarse. Le Saludó con la reverencia que su madre le había enseñado para esas situaciones. El príncipe le devolvió la reverencia con un pequeño gesto de cabeza, entre divertido y molesto porque ella hubiera decidido incordiarle, teniendo a tanto joven esperanzado revoloteando a su alrededor. Su aroma floral flotó hasta él, colmándole y atrayéndole con promesas de frescura. Al estar rodeado de guardias, probablemente fuera una novedad completamente inusual. Ciertamente, su sonrisa y su mirada inquisitiva parecían estar abriendo brechas en su armadura, no físicamente, sino emocionalmente, vayáis a creer que llevaba un cuchillo o algún tipo de arma encima. No le quedaba espacio para desperdiciar de ese modo en el vestido. Con esa sonrisa le preguntó si le otorgaría el honor de bailar con ella en este día tan especial. Él respondió que probablemente bailar con él fuera incómodo, pues siempre tenia que tener un par de moscardones armados revoloteando alrededor suyo. Ella le dio la solución al presentar a los guardias a dos amigas suyas que había reclutado para tan magna misión. No parecía haber ninguna solución ante la insistencia férrea de una jovencita que pensaba conseguir que todo el mundo hablase de su baile durante meses. Finalmente, con un gesto cortés se levantó de la mesa y, ofreciendo el brazo a su improvisada dama, avanzó en dirección a la pista de baile. La ligereza de la chica contrastaba con la presencia intimidatoria que el príncipe ejercía sobre el resto de la concurrencia. Como si fueran las aguas del Mar Muerto ante Moisés, se abrió ante ellos un camino por el cual Helen consiguió volver al centro de la pista. Una vez allí, con voz sedosa fue hablando con el príncipe acerca de la situación social, de los últimos cotilleos de la corte, que acababa de oír, de las parejas que habían salido al jardín. Aunque el príncipe normalmente se aburría ante una conversación tan banal, en esta ocasión no podía sino sonreír ante el desparpajo con el que Helen se atrevía a hablar. Normalmente las chicas le trataban manteniendo una distancia para no ofenderle ni situarse en peligro. Esta chica resultaba de una frescura interesante. La música invitaba a la intimidad, y su sonrisa y su brillo conseguía alejar de su mente que estaban en mitad de un baile. Con firmeza, la acercó hacia sí mismo, sonrojándola, y con voz suave le susurró palabras cariñosas. El ambiente era especial, mucha gente estaba mirando hacia ellos, asombrada por el grado de intimidad que se había formado en tan poco tiempo. Al alejar su rostro del oído de Helen, se quedó mirando los labios, que mantenían una sonrisa y estaban ligeramente entreabiertos, y no pudo resistir la tentación de darles algo que mirar al resto, y algo que recordar a Helen. Sus labios se tocaron y la pasión característica de Helen tomó el mando de su cuerpo, acercándosele sin temor alguno y obteniendo una respuesta entusiasta por su parte.  El resto del mundo dejó de importar en ese momento. Le había encontrado. Su Príncipe Azul había aparecido.

Y ese, querida niña, fue el modo en que tus dos tías conocieron a sus grandes amores, y el modo en que nuestra familia se vio relacionada con dos familias reales distintas y enfrentadas entre sí. Nadie pensó que ese baile resultaría en la paz que disfrutamos en esta época. El chico misterioso era el príncipe Hansl, que había entrado en el país de incógnito con la idea de eliminar al príncipe Yaros. Tras esos dos besos, sucedieron muchas cosas, pero al final el genio de vuestras tías se impuso al orgullo de los dos hombres, consiguiendo que se reunieran para hablar de paz. Al principio fue simplemente una tregua debida a la doble boda, ya que ninguna de las dos pensaba casarse sin la otra en su celebración. Pronto, dicha tregua se extendió hasta una paz duradera gracias al tratado que las dos aconsejaron a sus respectivos maridos. Y ahora el progreso de ambos reinos está entrelazado de tal manera que solo los más fanáticos pensarían siquiera en guerrear con los otros.

16 pensamientos en “¡¡Feliz cumpleaños, Alexia!!

  1. Bra

    ¡Felicidades! (otra vez xD) Una edad capicúa para un día capicúa. ¡Este año ha sido una gran casualidad!

    Hay pocos regalos tan especiales como algo que sale de uno mismo ^_^

    Como siempre los relatos de Khardan sacándome una sonrisa.Un ambiente muy de época,unos personajes encantadores, una narración fluida y un giro inesperado al final. Una historia encantadora y muy buena.

    Pero bueno, espero que haya sido un gran día, con regalos tan estupendos como este relato y una buena tarta de tres chocolates *¬* Y ante todo, una vez más, ¡FELICIDADES! ^o^

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  2. Alexia Aikawa

    ¡Muchas gracias a todos!

    Khardan, en el relato vas mejorando. ¡Ya no son finales abiertos! Eso está bien xDD (Mi opinión sobre el relato ya la sabes, así que no creo que sea necesario repetirla, aunque… ¡deja de practicar y haz lo que tienes que hacer de una vez!).

    Bra, no he tenido tarta de tres chocolates. De hecho, no he tenido nada de chocolate. Eso sí, he tenido costrada alcalaína xD

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  3. Bra

    ¡Ey! No regañes al muchacho xD tendrá que descansar de vez en cuando para no acabar harto de su historia ¿no? (pero no demasiado, que quiero seguir leyendo más de aquellos caballos que se convertían en camellos…¿o eran camellos-caballos? mmmm)

    No sé que es la costrada alcalaína, pero suena bien. ¡Tengo que averiguar que es!

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  4. Silvia

    Llego a tiempo, llego a tiempo…¡¡¡Muchísimas felicidades Alexia!!! Espero que te hayan regalado muchas cositas y mimos y que te lo hayas pasado genial 🙂

    El relato de Khardan tomo nota y ya lo leeré, que ahora mucho tiempo no tengo >__<

    Besitos!!

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  5. belldandy18

    Felicidades!!! Espero que hayas pasado un día estupendísimo y que hayan caído/vayan a caer muchas cositas chachis =3

    PD: Siento el retraso, como la uni me tiene absorbida no paso por blogs ni de casualidad >___<

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  6. carlita

    Que buen relato, aunque al principio me aburrió un poco tanta descripción (creo que por no tener idea de las costumbres de esa época)terminé agarrándole el hilo y me envolvió por completo (:
    cariños a alexia por su cumpleaños.

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